El mar fascinara siempre a
aquellos en quienes el disgusto de la vida y la atracción del misterio
precedieron a los primeros dolores, como un presentimiento de la insuficiencia
de la realidad para satisfacerlos. A quienes tienen necesidad de reposo antes de
haber sentido todavía alguna fatiga, el mar los consolara, los exaltara
vagamente. El mar no lleva como la tierra, las huellas de los trabajos de los
hombres y de la vida humana. Nada permanece en el, nada pasa por el sino
huyendo, y la estela de los barcos que lo surcan, ¡que rápido se desvanece! De
ahí esa gran pureza del mar que las cosas terrestres no tienen. Y esa agua
virgen es mucho más delicada que la tierra endurecida donde solo el azadón
consigue hacer mella. El paso de un niño sobre el agua abre en ella un surco
profundo con un rumor claro, y durante un momento quedan rotos los matices
ininterrumpidos del agua; luego todo vestigio se desvanece, y el mar se vuelve
calmo como en los primeros días del mundo. Quien este cansado de los caminos de
la tierra o que intuya, antes de haberlo intentado, lo áspero y vulgares que
son, quedara seducido por las pálidas rutas del mar, más peligrosas y más
dulces, inciertas y desiertas. Todo es misterio en ellas, hasta las grandes
sombras que a veces flotan serenamente sobre los campos desnudos del mar, sin
casa ni umbrías, y que proyectan las nubes, esas aldeas celestes, esas vagas
enramadas.
El mar tiene el encanto de las
cosas que no callan de noche, que para nuestra vida inquieta son un permiso
para dormir, una promesa de que no todo será aniquilado, como la lamparilla de
noche de los niños, que se sienten menos solos cuando luce. El mar no está
separado del cielo como la tierra, siempre está en armonía con sus colores, se
conmueve con sus matices más delicados. Centellea bajo el sol y cada atardecer
parece morir con él. Y, cuando el sol ha desaparecido, el mar sigue añorándolo,
conservando un poco de su luminoso recuerdo, frente a la tierra uniformemente
oscura. Es el momento de sus reflejos melancólicos, y tan dulces que sentimos
derretirse nuestro corazón al mirarlos. Cuando casi ha llegado la noche y el
cielo esta sombrío sobre la tierra ahora negra, el mar todavía reluce
débilmente, no se sabe porque misterio, porque brillante reliquia del día
enterrada bajo las olas.
El mar refresca nuestra
imaginación porque no hace pensar en la vida de los hombres, sino que alegra
nuestra alma, porque, como ella, es aspiración infinita e impotente, impulso
continuamente interrumpido por caídas, lamento eterno y dulce. Por eso nos
encanta como la música, que no lleva, como el lenguaje, la huella de las cosas,
que no nos dice nada de los hombres pero imita los movimientos de nuestra alma.
Nuestro corazón, lanzándose con sus olas y volviendo a caer con ellas, olvida
así sus propios desfallecimientos, y se consuela en armonía intima entre su
tristeza y la del mar, que confunde su destino y el de las cosas.
Marcel Proust "El mar", Los placeres y los
días, 1892