Todas las opiniones difundidas en las últimas semanas relacionadas con el género —suscritas por académicos, especialistas en sexismo, lingüistas o polemistas en general— tienen razón, aun pareciendo enfrentadas.
La discusión existe, creo, porque el problema se aborda desde perspectivas discrepantes, no porque esté sometido a discrepancia el fondo del asunto: la necesidad de eliminar cualquier discriminación, incluida la que propicie el lenguaje.
Por un lado escriben quienes creen que las palabras pueden cambiar la realidad. Y por otro, quienes sostienen que es la realidad la que cambia las palabras. Dicho de una forma más técnica: quienes ponen su punto de mira en los significantes y quienes se fijan más en los significados.
La historia de la lengua nos ha enseñado que esos dos fenómenos transformadores son posibles, si bien el primero (“las palabras cambian la realidad”) suele obtener logros solamente pasajeros; y sin embargo útiles.
Por ejemplo, en los eufemismos se desvanece con los años el efecto perseguido; porque modifican la percepción de la realidad —no tanto la realidad misma—, pero sólo durante un periodo. No por decir “reforma fiscal” desaparece la subida de impuestos; y además al cabo de un tiempo ya todo el mundo sabe lo que significa realmente “reforma fiscal”.
Eso se debe a que el contexto suele afectar al significado de cada vocablo, como ha estudiado la pragmática (Austin, Grice y compañía). Quizás la expresión “los derechos de los españoles y las españolas” se asocie en nuestro contexto a una mera diferencia de sexo en una situación de igualdad jurídica; pero podemos dudar si sucederá lo mismo al decir “los derechos de los saudíes y las saudíes”. Tal vez en este segundo caso el contexto nos haga separar a los saudíes de las saudíes, en la misma estructura gramatical que juntaba a los españoles y a las españolas. Dicho de otro modo: no por ser iguales en el lenguaje somos iguales en la sociedad.
Intentaré explicarme mejor.
La palabra “llave” designó siempre un objeto metálico que sirve para abrir y cerrar las puertas. Sin embargo, en el hotel nos dan una tarjeta de plástico y nos dicen “aquí tiene usted su llave”. Por tanto, ha cambiado la realidad sin que cambie la palabra que la nombra. Siguiendo con el mismo vocablo, no es lo mismo decir “no olvides esa llave” cuando el contexto implica que podemos despistarnos y dejarla sobre la mesa, que “no olvides esa llave” cuando se lo dice el entrenador al yudoca.
Si nuestro contexto específico modifica en cada caso las palabras, es posible por tanto que dejen de parecernos sexistas algunas expresiones cuando haya dejado de serlo la realidad que las enmarca.
Llevado todo esto al problema de la discriminación o la ocultación de la mujer, da la sensación de que las posturas se dividen entre quienes esperan que los cambios sociales modifiquen los significados (como está sucediendo con “mujer pública”, por ejemplo) y quienes prefieren actuar primero y con urgencia sobre los significantes (y elegir “la judicatura” en vez de “los jueces”, o “el profesorado” en vez de “los profesores”).
Hasta hace sólo unos años, en efecto, “mujer pública” era sinónimo de prostituta (frente al significado de “hombre público”). Tal vez no resulte osado sostener ahora que dentro de muy poco nadie hará aquella asociación, habiendo ya casi tantas mujeres como hombres en el desempeño político.
En definitiva, un grupo piensa que se cambiará antes la realidad si se cambian primero las palabras, y el otro cree que cambiar la forma de hablar de millones de personas puede ser incluso menos rápido que cambiar la realidad. Por el contrario, quienes critican esta segunda perspectiva opinan que, así como son necesarias las cuotas para que la mujer ocupe su lugar (y yo estoy a favor de las cuotas), hace falta intervenir en el idioma para acelerar también la igualdad gramatical y social. Y muchas de sus recomendaciones, en efecto, se pueden cumplir sin esfuerzo ni artificio: “los derechos de la persona” en vez de “los derechos del hombre”, por ejemplo.
Ahora bien, tenemos un problema: en tanto que los contextos intervengan en los significados, estamos perdidos si queremos gobernar solamente las palabras.
A la última rueda de prensa de la Moncloa asistieron cerca de treinta periodistas, y nadie pensará al leer esto que se trataba sólo de hombres, porque estamos acostumbrados a ver a muchas mujeres en ese escenario. Pero si alguien dice “diez policías intervinieron en el rescate”, es muy probable que pensemos en diez hombres, porque la policía todavía está formada principalmente por hombres; y sin embargo ninguna de esas palabras del sujeto gramatical tenía marca de género. Y si decimos “al concurso de belleza se presentaron 23 jóvenes” (tomo el ejemplo de Álvaro García Meseguer, autor de varias obras sobre sexismo lingüístico), quien lo escuche habrá pensado en 23 mujeres, porque la mayoría de los concursos de belleza son femeninos.
El día en que los concursos de belleza masculinos sean tan numerosos y mediáticos como los femeninos, la percepción cambiará; y lo mismo ocurrirá, en sentido contrario, cuando en las operaciones policiales intervengan en igual medida mujeres y hombres.
Pero tanto cambian la realidad y el contexto nuestra percepción de los vocablos, que una expresión inclusiva como “mis padres” (nadie habría dudado hasta hace poco que eso incluye al padre y la madre) puede dejar de serlo, y parecer ambigua a medida que se den más casos de hijos con dos padres varones.
No tenemos la forma de calcular si resultará más rápido cambiar los significantes que usan millones de personas o más rápido cambiar esta realidad tan masculina para cambiar así nuestros significados. Por tanto, podemos considerar las dos posturas igualmente bienintencionadas, y pensar que con ambas se puede avanzar hacia el objetivo.
El punto de encuentro parece posible, en definitiva, porque el propósito común es mejorar la realidad. Si partimos de eso y los dos grupos saben escucharse sin prejuicios, el diálogo entre ellos resultará más rico y menos desabrido.
La discusión existe, creo, porque el problema se aborda desde perspectivas discrepantes, no porque esté sometido a discrepancia el fondo del asunto: la necesidad de eliminar cualquier discriminación, incluida la que propicie el lenguaje.
Por un lado escriben quienes creen que las palabras pueden cambiar la realidad. Y por otro, quienes sostienen que es la realidad la que cambia las palabras. Dicho de una forma más técnica: quienes ponen su punto de mira en los significantes y quienes se fijan más en los significados.
La historia de la lengua nos ha enseñado que esos dos fenómenos transformadores son posibles, si bien el primero (“las palabras cambian la realidad”) suele obtener logros solamente pasajeros; y sin embargo útiles.
El punto de encuentro es posible porque ambos fenómenos buscan el mismo objetivo: mejorar la realidad
Eso se debe a que el contexto suele afectar al significado de cada vocablo, como ha estudiado la pragmática (Austin, Grice y compañía). Quizás la expresión “los derechos de los españoles y las españolas” se asocie en nuestro contexto a una mera diferencia de sexo en una situación de igualdad jurídica; pero podemos dudar si sucederá lo mismo al decir “los derechos de los saudíes y las saudíes”. Tal vez en este segundo caso el contexto nos haga separar a los saudíes de las saudíes, en la misma estructura gramatical que juntaba a los españoles y a las españolas. Dicho de otro modo: no por ser iguales en el lenguaje somos iguales en la sociedad.
Intentaré explicarme mejor.
La palabra “llave” designó siempre un objeto metálico que sirve para abrir y cerrar las puertas. Sin embargo, en el hotel nos dan una tarjeta de plástico y nos dicen “aquí tiene usted su llave”. Por tanto, ha cambiado la realidad sin que cambie la palabra que la nombra. Siguiendo con el mismo vocablo, no es lo mismo decir “no olvides esa llave” cuando el contexto implica que podemos despistarnos y dejarla sobre la mesa, que “no olvides esa llave” cuando se lo dice el entrenador al yudoca.
Si nuestro contexto específico modifica en cada caso las palabras, es posible por tanto que dejen de parecernos sexistas algunas expresiones cuando haya dejado de serlo la realidad que las enmarca.
Llevado todo esto al problema de la discriminación o la ocultación de la mujer, da la sensación de que las posturas se dividen entre quienes esperan que los cambios sociales modifiquen los significados (como está sucediendo con “mujer pública”, por ejemplo) y quienes prefieren actuar primero y con urgencia sobre los significantes (y elegir “la judicatura” en vez de “los jueces”, o “el profesorado” en vez de “los profesores”).
Hasta hace sólo unos años, en efecto, “mujer pública” era sinónimo de prostituta (frente al significado de “hombre público”). Tal vez no resulte osado sostener ahora que dentro de muy poco nadie hará aquella asociación, habiendo ya casi tantas mujeres como hombres en el desempeño político.
En definitiva, un grupo piensa que se cambiará antes la realidad si se cambian primero las palabras, y el otro cree que cambiar la forma de hablar de millones de personas puede ser incluso menos rápido que cambiar la realidad. Por el contrario, quienes critican esta segunda perspectiva opinan que, así como son necesarias las cuotas para que la mujer ocupe su lugar (y yo estoy a favor de las cuotas), hace falta intervenir en el idioma para acelerar también la igualdad gramatical y social. Y muchas de sus recomendaciones, en efecto, se pueden cumplir sin esfuerzo ni artificio: “los derechos de la persona” en vez de “los derechos del hombre”, por ejemplo.
Ahora bien, tenemos un problema: en tanto que los contextos intervengan en los significados, estamos perdidos si queremos gobernar solamente las palabras.
A la última rueda de prensa de la Moncloa asistieron cerca de treinta periodistas, y nadie pensará al leer esto que se trataba sólo de hombres, porque estamos acostumbrados a ver a muchas mujeres en ese escenario. Pero si alguien dice “diez policías intervinieron en el rescate”, es muy probable que pensemos en diez hombres, porque la policía todavía está formada principalmente por hombres; y sin embargo ninguna de esas palabras del sujeto gramatical tenía marca de género. Y si decimos “al concurso de belleza se presentaron 23 jóvenes” (tomo el ejemplo de Álvaro García Meseguer, autor de varias obras sobre sexismo lingüístico), quien lo escuche habrá pensado en 23 mujeres, porque la mayoría de los concursos de belleza son femeninos.
El día en que los concursos de belleza masculinos sean tan numerosos y mediáticos como los femeninos, la percepción cambiará; y lo mismo ocurrirá, en sentido contrario, cuando en las operaciones policiales intervengan en igual medida mujeres y hombres.
Pero tanto cambian la realidad y el contexto nuestra percepción de los vocablos, que una expresión inclusiva como “mis padres” (nadie habría dudado hasta hace poco que eso incluye al padre y la madre) puede dejar de serlo, y parecer ambigua a medida que se den más casos de hijos con dos padres varones.
No tenemos la forma de calcular si resultará más rápido cambiar los significantes que usan millones de personas o más rápido cambiar esta realidad tan masculina para cambiar así nuestros significados. Por tanto, podemos considerar las dos posturas igualmente bienintencionadas, y pensar que con ambas se puede avanzar hacia el objetivo.
El punto de encuentro parece posible, en definitiva, porque el propósito común es mejorar la realidad. Si partimos de eso y los dos grupos saben escucharse sin prejuicios, el diálogo entre ellos resultará más rico y menos desabrido.
Álex Grijelmo es periodista y autor de varios libros sobre el periodismo y el lenguaje.
Fuente :http://elpais.com/elpais/2012/04/13/opinion/1334317018_255863.html
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