" Más
triste, sí, más triste si es posible, mas no con la tristeza tierna que
complace en el fondo ni con sentimiento egoísta alguno, no sumido en
ensoñaciones solitarias, no, sino más bien con el ánimo deprimido de
quien contempla la entrada victoriosa de los ejércitos enemigos y, en
contraste con el movimiento y las aclamaciones circundantes, no percibe
su cuerpo más que como una presencia grávida, piedra irreparablemente
desplomada. Bajo, más bajo de ánimo que otros años por esas mismas
fechas de nefasto ambiente prenavideño. Asfalto mortecino, amortiguado
por las poluciones desleídas, calles de tono sombrío, ese gris violáceo
de la ciudad que, como el rojo de Londres, el negro de París o el dorado
de Roma, caracteriza a Barcelona, coloración de tumor o escoria.
(...)
Más que de anochecer, el cielo se diría propio de uno de esos diciembres
del norte, cuando el día amanece para dar apenas paso al crepúsculo, a
la larga noche. La brisa se había calmado paulatinamente, como
paulatinamente se pierden los rojos y oros de las hojas en el curso del
otoño y se despojan las ramas, esas ramas grises en las que la brisa
suena más limpia y fluida, inmóviles casi a su paso las afiladas puntas,
unas puntas que se hincharán al filo del invierno para irse abriendo al
tibio sol de la tarde cuando el invierno se llame primavera, según los
campos adquieran una pátina color caramelo y un plumón amarillo y rosa
los árboles, brotes que reventarán en pegajosos carmines y dorados si
carmines y doradas fueron las hojas caídas, carmín donde hubo carmín y
dorado donde hubo dorado, efímera recuperación de las tonalidades
perdidas, vigentes tan sólo hasta que prevalezcan los verdes, hasta que
los verdes se sumen a los verdes y terminen por imponerse en la espesa
fronda, ese entramado que forman las copas de los árboles al integrarse
las unas en las otras, la fronda que la brisa infla y matiza al caer la
tarde, soplo vivo lo que fue silbido yerto cuando era invierno y la
misma brisa de la tarde sonaba en las ramas desnudas, una brisa que se
irá aquietando según oscurezca, de abajo a arriba, de las raíces a las
hojas y por orden de tamaño, empezando por los arbustos y acabando por
los árboles, vides, avellanos, laureles, robles, hayas, tilos y, por
último, los altos álamos. Una paulatina quietud, una paulatina
oscuridad, un paulatino silencio que los pájaros harán definitivo al
callarse de súbito, a semejanza de ese viajero que cae en la cuenta de
que está hablando a gritos en el interior de un tren que ya no marcha,
que se halla detenido en una apacible estación de pueblo. "
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