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Más que de anochecer, el cielo se diría propio de uno de esos diciembres del norte, cuando el día amanece para dar apenas paso al crepúsculo, a la larga noche. La brisa se había calmado paulatinamente, como paulatinamente se pierden los rojos y oros de las hojas en el curso del otoño y se despojan las ramas, esas ramas grises en las que la brisa suena más limpia y fluida, inmóviles casi a su paso las afiladas puntas, unas puntas que se hincharán al filo del invierno para irse abriendo al tibio sol de la tarde cuando el invierno se llame primavera, según los campos adquieran una pátina color caramelo y un plumón amarillo y rosa los árboles, brotes que reventarán en pegajosos carmines y dorados si carmines y doradas fueron las hojas caídas, carmín donde hubo carmín y dorado donde hubo dorado, efímera recuperación de las tonalidades perdidas, vigentes tan sólo hasta que prevalezcan los verdes, hasta que los verdes se sumen a los verdes y terminen por imponerse en la espesa fronda, ese entramado que forman las copas de los árboles al integrarse las unas en las otras, la fronda que la brisa infla y matiza al caer la tarde, soplo vivo lo que fue silbido yerto cuando era invierno y la misma brisa de la tarde sonaba en las ramas desnudas, una brisa que se irá aquietando según oscurezca, de abajo a arriba, de las raíces a las hojas y por orden de tamaño, empezando por los arbustos y acabando por los árboles, vides, avellanos, laureles, robles, hayas, tilos y, por último, los altos álamos. Una paulatina quietud, una paulatina oscuridad, un paulatino silencio que los pájaros harán definitivo al callarse de súbito, a semejanza de ese viajero que cae en la cuenta de que está hablando a gritos en el interior de un tren que ya no marcha, que se halla detenido en una apacible estación de pueblo. "
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